
Agradecemos a Paula Silva, escritora colombiana, invitada por Alma de Casa para publicar dentro del anecdotario de cuarentena. Desde Bogotá, vivimos a través de sus líneas la complejidad de ser madre trabajadora, maestra sustituta, esposa y estar a cargo de las tareas domésticas en espacio sin límites y un tiempo que no se detiene.
Son las cuatro de la mañana. Me despierta la alarma de mi celular, programada para levantarme para ir a trabajar a una hora a la que es casi inhumano levantarse a trabajar. La casa está en absoluta oscuridad, y camino a tientas buscando el picaporte, en silencio y en puntillas para no despertar al hombre que duerme a mi lado y a mi hijo, que ronca suavemente acostado boca arriba en una pequeña cama junto a la mía. No hay luna, y estando lejos de la ciudad, la casa a esa hora es un túnel de total negrura.
Muerta de frío, enroscada en una cobija, trabajo en mi computador hasta las siete. Luego levanto a mi hijo, hacemos el desayuno juntos y es después de ese momento cuando me convierto en profesora de segundo de primaria para un niño con TDAH (trastorno de déficit de atención e hiperactividad) que en un día tranquilo es un carrito de carreras. Intento explicarle cómo plantear multiplicaciones en columna y los misterios de los verbos irregulares en francés mientras los frijoles se queman en la estufa y mi teléfono no para de sonar con llamadas e emails de mi trabajo. Y mientras todo eso ocurre en simultáneo me reitero a mí misma que de todo lo que estoy haciendo lo único que quiero hacer realmente es cocinar. Y lo estoy haciendo mal.
Esto fue durante los primeros días; las primeras semanas, quizás. A medida que el tiempo sin salir se ha ido alargando también lo han hecho las noches. Mi hijo, que antes se quedaba dormido a las ocho y me dejaba un par de horas para tener tiempo de adulto con mi pareja, ahora se duerme cerca de las once. Lo hace no sin antes haberse tomado un té de manzanilla al que le escondo cinco gotas de valeriana, haberse agarrado de mi cuello como una boa constrictor cada vez que intento moverme de su lado, haber llorado visceralmente cada vez que le digo que no puedo quedarme más tiempo con él en su cama porque aún no he logrado terminar de trabajar y haberse levantado una docena de veces a regañarme porque sigo trabajando. Me toca los ojos para comprobar si están mojados, buscando evidencias del llanto que intuye me inundó durante la tarde. Me dice que no tengo lágrimas pero sí ojeras y que debería irme a dormir. Por la mañana, se levanta a las siete sin importar la hora a la que se durmió, e intenta despertarme. “Mami; tienes que levantarte a trabajar ya”, me dice. “Estoy muy cansada”, balbuceo como respuesta. No soy consciente de este momento pero sé que ese fue nuestro intercambio porque él me lo cuenta una hora más tarde, cuando me levanto histérica y angustiada porque no madrugué a trabajar y siento que empecé el día estando atrasada con todo. Lo cual, en efecto, no puede ser más cierto.
Hay días en los que me levanto llena de ánimos y esperanza y hago todo con un amor inmenso que le imprimo a cada acción, sobre todo a la comida que preparo tres veces al día. Pero hay días en los que el afán de productividad de la carrera desbocada en la que vivía antes de la pandemia me sobrecoge, en los que la inquietud y las pocas ganas de estudiar de mi hijo me llevan al límite de mi paciencia, en los que las jornadas que empiezan a las cuatro de la mañana y terminan a las once de la noche hacen que mis músculos pierdan totalmente la capacidad de moverse y mi espíritu pierda las ganas de obligarlos. Pierdo los estribos, me siento mala profesora y peor aún madre, me fustigo a mí misma con la culpa de no haber terminado el trabajo que tenía pendiente para el día.
Afortunadamente tengo un hombre chiquito que me trae flores. Si no, creo que ya me habría enloquecido. Este momento constituye la única pausa en la maratón de los días. Es el único instante de auto cuidado en un día que no da tregua desde que inicia hasta que me deja rendida y subyugada.
Hace un mes compré un curso de yoga que solo necesita 20 minutos al día. En un mes solo he logrado hacer 3 sesiones. Traje cuatro libros y luego encargué otros cuatro, previendo mi habitual ritmo de lectura. En dos meses he leído 250 páginas del primero, que tiene más de 500. Sé de amigos que están invirtiendo su tiempo en hablar por FaceTime con el compañero de pupitre de Kinder con el que no hablan hace quince años, están haciendo pan de masa madre y cinamon rolls, están tomando clases de carpintería, punto de cruz, clonación de dinosaurios, ilustración con acuarela y dominio de chackos y lloro de la envidia porque yo ni siquiera logro una meditación de 5 minutos. Lo peor: veo posts de gente que dice estar aburrida y me hierve todo.
En estos días estuve en una teleconferencia en la que muchas personas preguntaron por los retos de los que estamos teletrabajando con niños en la casa. La respuesta fue que hay que ser comprensivos y darles flexibilidad de horario. Me dieron ganas de llorar. El tema no es de flexibilidad de horario porque un niño pide atención durante todo el tiempo que está despierto (el mío pide 15 horas diarias al menos); y eso sin llegar a la discusión sobre homeschooling. Hay una razón por la cual los papás que trabajan no hacen homeschooling, y no trabajan desde la casa si los niños están ahí. Es que es imposible hacer ambas cosas al tiempo. Hay una razón por la cual los papás que trabajan mandan a los niños al colegio y contratan ayuda con los niños: el tema no es de flexibilidad de horario. Es de pura y física capacidad.
El único factor común en todos estos días largos en los que estamos aprendiendo a vivir en el campo (con ratones que se nos meten en la casa cada vez que llueve y arañas lo suficientemente grandes como para devorar a los ratones intrusos): la clara consciencia de que no quiero volver a vivir como vivía antes, llena de la angustia de producir todo en grande y producirlo ya, de llegar a todas partes avanzando a toda velocidad. Perdí el miedo a perder mi trabajo. Perdí el miedo a convertirme en una voz antagónica, diciéndole a mi jefe y al colegio de mi hijo todo lo que creo que está mal. Entendí que estamos todos castigados, como especie. Entendí que aquí hay un mensaje muy importante que debemos aprender. Si nos pusieron a todos el freno de mano es porque íbamos demasiado rápido.
Al principio del confinamiento me mandaron el mismo post varias personas. “Shakespeare escribió King Lear durante una pandemia. ¿Tú vas a pasarte la cuarentena viendo Netflix, o qué vas a elegir hacer?”. Por supuesto Shakespeare escribió King Lear durante una cuarentena; lo único que tenía que hacer era escribir. Con seguridad tenía una mujer (o varias) cuidando a los niños, cocinando y limpiando mientras él recibía la visita de las musas y componía una tragedia magistral. No dejo de pensar que si yo fuera un hombre en mi misma situación habría una mujer manteniendo a mi hijo ocupado y callado para que yo pudiera hacer mi trabajo. Cuando terminara de trabajar tendría tiempo para tomarme un whiskey mientras leo un libro y esa misma mujer prepararía una comida nutritiva, balanceada y deliciosa. No dejo de pensar en la forma tan inequitativa como el COVID-19 ha repartido las cargas. La carga de trabajo para las mujeres se multiplicó de la noche a la mañana. Más si trabajan. Más si son madres. En este momento agradecería inmensamente la oportunidad de pasar por lo menos dos horas viendo algo en Netflix que no involucre una carnicería causada por monstruo voraz mientras yo sigo tecleando en mi computador y mi hijo me agarra la quijada, molesto porque no le estoy poniendo atención a la película. Entre terminar de escribir el libro que dejé en pausa el 14 de Marzo y pasar lo que queda de la cuarentena viendo Netflix escogería lo segundo. Aunque sé que no puedo aspirar a tanto; me contentaría solamente con dos horas.
Lo único que se da orgánica y fácilmente por estos días es el colapso emocional. Estoy más que familiarizada con ese escenario. A veces es mi hijo el que se descompone pero con mayor frecuencia soy yo. Mi pareja, misteriosa y providencialmente, transita este proceso con una calma que no sé si admirar o envidiar. Todos los días quiero ser esa persona que se ubica en el espacio de crecimiento y aprendizaje y no en el del miedo. Lo que más me extraña de mí misma es que los fines de semana soy la primera y de Lunes a Viernes me siento como una hormiga navegando sobre una hoja seca en los rápidos del río Futalefú.
Claro. Es fácil descomponerse en la isla del privilegio desde la cual escribo: no he perdido mi trabajo, no tengo que pagar un arriendo, mi hijo está matriculado en un colegio, nadie de mi familia se ha enfermado, tengo suficiente comida en la nevera y la despensa, y no estoy sola. Hace un año habría pasado esta cuarentena en la condición de mamá soltera en la que viví durante los seis años que antecedieron a la mudanza de un hombre fantástico a mi casa, con nosotros. Claro. Hay muchas cosas mucho peores que lo que yo estoy viviendo. Pero pienso en todas las mamás solteras que – como yo lo he hecho millones de veces – le hacen frente a todo solas, pienso en las personas que no saben dónde van a dormir esta noche o qué van a comer mañana, pienso en todas las personas que están enfermas en este momento y en las que están cuidando un enfermo a quien aman. Y en ese momento mis pequeñas luchas se vuelven insignificantes. Y sigo adelante. Sigo, y me alisto para volver a empezar todo de nuevo cuando me levante mañana.