Texto Curatorial
Eso es lo que los animales en “El libro de la selva” de Rudyard Kipling (1894) admiraban en el hombre y le pedían al joven Mowgli: la flor roja; el control del fuego. El fuego es admiración de todas las bestias, admiración primitiva, anterior al razonamiento, inclusive a los sentimientos. Los cavernícolas ya sabían hacer fuego.
Andrea Ybarra abre este cadáver exquisito con una suerte de tríptico ecográfico que evoca un inminente nacimiento, el entorno acuático que se gesta al interior de una mujer. Paula Kass toma esa “pequeña llama” y la muestra como captura visual de una llama más pequeña aún, un pabilo que no se sabe si comienza a arder en el momento que la toma inicia o se trata de una percepción nuestra. Ese pequeño pabilo es extrapolado por Laila Torres Mendieta a la magnitud inasible del Planeta Tierra (u otro que lo parece), cuerpo celeste que amalgama fuego interno invisible eternamente presente. Ese arder lo encontramos en las miradas de los retratos Malena Chueco: una imagen consumida por el fuego que irradia.
Tony Martínez, con música crepitante que gradualmente se intensifica, nos saca de ese interior que se incendia hacia un ritual al exterior, proceso que comienza con un textil que se vuelve piel, superficie que juega con lo traslúcido y lo reflejante, con lo inflamable, como el fuego hace cuando hipnotizados contemplamos a través de él. Sol López Riestra continúa este ritual, y lo faceta, lo vuelve de un azul que lo enfría, ¿quizá sean esos personajes misteriosos que rodean la fogata quienes intentan, a través de la razón, interpretar una fuerza incontrolable?
En un fragmento del libro Mitos, Elisa Ramírez Castañeda cuenta que el fuego existía, pero tenía dueño. Lo guardaba celosamente un viejo, una vieja, los diablos; aunque casi nunca se aclara cómo lo obtuvieron ellos.
Ivan Buenader