Texto Curatorial
Sin saberlo aún, frente a nuestros ojos desfila un fragmento de video de Alejandro Albert, quien nos presenta su versión del misterio como incògnita, utilizando los elementos cinematográficos que ya son parte de nuestro ADN: nubes opacando la luna, árboles muertos a contraluz, sombras sobre el empedrado, cámara lenta, un ave de rapiña que emprende vuelo sùbito, un muñeco sin ojos y, siempre, la noche. Camilo Pardo en cambio nos toma de la mano, en el umbral donde el anterior nos dejó, para llevarnos de paseo -nocturno también- por una carretera desalmada, avistando carteles ilegibles, escuchando radios intercomunicadoras, quizá policìacas, reconociendo voces humanas indistinguibles, acercándonos ella a un nuevo umbral que parece una frontera, con todas las implicancias que cruzarla representa. Otra vez, la ignorancia como terror, pero terror porque no somos ignorantes de lo que sucede en esas fronteras y para colmo no sabemos ésta de cual se trata.
Aparece ahora, trajeado, un señor en soledad, o no tanto: alguien – quizá Marco Casado – está sosteniendo la cámara que lo filma, que lo a compaña mientras bebe, fuma, se deleita en el rojo transparente del vino contra el fuego, aspirando un humo de reversa que recuerda a una flor blanca que ya hemos visto antes. Esa blanca flor, a las 8 en punto de la noche (la hora exacta de algo) se manifiesta en un ojo claro, en el tobillo encintado con una promesa, y en el cuerpo entero desnudo de una güera que Moisès Anaya retrata yaciendo sin rostro a la orilla de Ana Mendieta.
Esta flor humana flota y es fondo de alberca, fango de pantano, y por eso, como un nenúfar a la deriva transcurre, mitad natural mitad salvaje, hacia una intimidad domèstica que también mira hacia el exterior, presentada por Alejandra Ruano. Entre amanecer y penumbra se rescata el protagonismo de la ventana como separador de confort e intemperie, de seguridad y peligro, pero sobre todo la ventana como espacio de preguntas, como un paño donde dibujar sìmbolos temporales, donde ver làgrimas pero no ver ojos. A través de la ventana aparecen los árboles de Aisel Wicab, pero no son árboles a través de una ventana, pues estàn vistos desde abajo, como de paseo a pie por el bosque, o como mirábamos los árboles de niños, sacando la cabeza por el cristal de un vehículo porque no necesitábamos preocuparnos nosotros de mirar el camino. Como niños también reìamos del mar como un juego, una masa que movìa nuestro inflable, y la visión que tenìamos de aquello era propia, claramente, y para otros extraña. A la infancia en círculos regresamos, para revisar el origen de nuestras ideas, para interpretar un catàlogo más breve de misterios: los misterios por ignorancia.
Decía Borges que la forma más pobre del misterio es el olvido. ¿Cuál será entonces la forma más pobre del conocimiento?
Ivàn Buenader, septiembre 2021